miércoles, marzo 21, 2012

Una sonrisa como moneda de cambio - Pren Dam (II)

Contaba en mi naterior entrada,que la mañana en Pren Dam había llegado al descanso del te, y es hora de volver a nuestros quehaceres... 

Vista del patio
Me dirijo de vuelta al patio, donde suelen repartir las medicinas a esa hora, a lo que me apunto, pues a muchos enfermos ya los conozco. Tras ello, tambien en el patio, vuelvo a dedicarme de lleno con alguno de mis “patients”, normalmente con Kalipodi, al que obligo a andar otros 5 minutos, después de haberle masajeado su atrofiado lado izquierdo. Este al menos le pone ganas, por que muchos otros son absolutamente incapaces.

Charlo con él, como con el resto de pacientes con los que me siento. No me entienden ni pío, ellos hablas bengalí y no tienen ni pajolera idea de inglés, así que yo decido hablarles en español, por que supongo que seré así más expresivo y al menos algo de lo que trato de contarles les llegará.

Hablo con ellos de todo, de la India, de España que no conocen, de futbol, del Madrid, de mujeres, de cualquier cosa. Ellos me atienden, muy interesados parece, por que varios alrededor se callan cuando estoy contando algo... en español!. Me río solo, se rien ellos, les paso la mano por el hombro, les golpeo en confianza en nuestra charla, les froto la cabeza, silbo, se sonríen; trato al fin y al cabo de darles un poco de compañía de humanidad, con naturalidad, de romper esa distancia medico-paciente, voluntario-enfermo, que me vean más como un amigo, como un hermano… es curioso como un dialogo de sordos como es este, entretiene y reconforta, a ellos creo y a mi, seguro.

Muchos voluntaros utilizan guantes y mascarillas, pero no es menos cierto que otros no. Sigo el ejemplo de estos último y les doy a las hermanas la caja con guantes y mascarillas que me traje de Madrid. Algo me hace sentir que si me las pongo voy a romper precisamente esa cercanía que quiero tener que quiero que sientan mis “patients”. Y como Antonio me decía, “no te preocupes que la Madre Teresa te protege, no te vas a contagiar”, y en esa esperanza descanso.

Al cabo de un rato me levanto y me voy, para dedicarme a otros. Tratan de retenerme, “luego vuelvo, prometido, que tengo que hacer…” y me voy. Otro patient me llama “Brother, brother!!” y me señala a un enfermo que se ha caído al suelo. Me acerco y lo apoyamos contra el murete, por que no puede sostenerse. Muchos me piden masajes, ¡¡como les gusta!!, pero me dosifico y me dedico a los que veo más “cuarteados”. Muchos simplemente están tumbados, o sentados, con la vista perdida, viendo pasar el tiempo.

Porche del dormitorio del 2º piso
Como a largo del día hago en varias ocasiones, me dirijo al interior de la gran habitación. Primero me doy una breve vuelta para ver si alguno de los que quedan tumbados necesitan algo. Me piden pani (agua), o una botellita para desaguar, que tras su correcta aplicación, devuelvo y vacío al baño. Hay uno que me gesticula y no entiendo que quiere, me insiste en bengalí, pero no tengo a nadie a mano para que me traduzca. Parece que se desespera; miro alrededor a ver si otro patient me da alguna pista, y uno me señala la cortinilla del baño, así que allá voy. Tras cruzarla, miro que puede ser lo que quiere, y tras ver en una esquina una pila de jofainas para aguas mayores, intuyo que eso deber ser, como así compruebo cuando se la entrego. En este caso, prefiero dejarle hacer a su ritmo y yo seguir con mi ronda.

Entro entonces en la “habitación de los perdidos”, donde unas veces me encuentro con Helmut, otras con el canadiense o el inglés. Me centro sobre todo en un pobre hombre, tumbado boca abajo, con la espalda quemada, y con unas heridas de varios centímetros de profundidad, donde llego a ver hasta el hueso. La debilidad es enorme, apenas abre los ojos. Parece que lleva varias semanas, le aplican curas, pero no se por que no mejora. Tiene una infección que va creciendo.

El primer día cuando llegó la hora de la comida un Worker me pasó un plato y me pidió que lo alimentara, así que desde entonces me ocupo de él. Le damos entre dos o tres con cuidado la vuelta. Grita fuerte de dolor, y su cara refleja un profundo lamento. Todo en él es desgana en esta situación, rechaza lo que le ofreces, pero me digo a mi mismo “este come hoy”, así que insisto y trato de obligarle a comer algo. Se resiste, me grita, escupe a su vez… con tiempo, acabo entendiendo que es lo que come y lo que no; le gusta el arroz, el pescado. Consigo apenas que se tome unas pocas cucharadas, ya es algo, me hace un gesto y abandona. Algún día a estado especialmente duro conmigo, y a un pelo estuve de mandarlo a la m… pero en esos momentos pensaba en las hermanas y su paciencia y cariño infinito, yo al fin y al cabo, apenas pasaré unos días por aquí, así que me muerdo la lengua, paciencia… No es menos cierto que también le he conseguido arrancar un “gracias” a su manera, como el otro día tras limpiarle el pescado de espinas, donde me regaló un gruñido de aprobación. No me extrañaría que en sus circunstancias fuese yo peor enfermo que él. Al fin y al cabo, como me cuentan, entre las heridas, la infección que va creciendo y la mayor debilidad, cada día está peor, y acabará dejándonos…

Un segundo enfermo del que me ocupo en la “habitación de los perdidos” es un pobre abuelito. No se que edad tendrá, pudieran ser 80 o 90, pero igual son menos y la vida le ha perjudicado en exceso. Este pobre, apenas puede respirar; parece tener su capacidad pulmonar reducida a un 5%, por lo que da muy pequeñas bocanadas de aire a un alto ritmo para poder llevar algo de oxigeno a sus pulmones. Está boca arriba, literalmente boqueando, desesperadamente. Delgado hasta un extremo increíble, pienso cuanto pesará, por que casi podría recorrer todo su brazo con el espacio que dejo entre el dedo gordo y el corazón… ¿30 kilos? ¿40 a lo sumo?. Se le marcas todas las costillas al respirar. Le cojo la mano, trato de calmarlo por que es angustioso verle. Con los enfermos de esta habitación no hacemos bromas, ni risas, sería demasiado macabro, simplemente estamos, acompañamos, tratamos de hacer más llevadera su angustia.

En un momento dado, siento que el abuelo se me va, deja de respirar, pero gesticula tratando de alcanzar algo, de agarrar el aire, los ojos como fuera de las órbitas, me giro y le pregunto a Helmut que que hago. Me dice que es muy tarde, que no hay nada que hacer con él, solo acompañarle. ¡¡No puede ser, algo se podrá hacer, algo se le podrá dar!!. Salgo escopetado a buscar una hermana para que le de algo, pero tras hablar con ellas, leo en su mirada que todo está hecho ya. Vuelvo sobre mis pasos a la habitación, con un sentimiento de derrota, de impotencia. Helmut me da un "bálsamos de tigre" para que le aplique en el pecho… no se si reírme o llorar, ¡Vips Vaporub!. El abuelo sorprendentemente aguanta. Paso varias veces al día a verle. Me siento a un lado de su cama y le cojo la mano, le acaricio la cabeza, y rezo para que Dios se lo lleve ya al cielo de este infierno que le ha tocado vivir.

Helmut en el lavamanos
Alguna de las voluntarias me decían en el desayuno que por que no hay más médicos, que por que no se monta un hospital. Les tengo que explicar que la Madre Teresa no fundaba hospitales, que fundaba casas de acogida donde ayudaban a los más débiles entre los débiles, donde tratan de acompañar muchas veces en sus últimos momentos a esta pobre gente, a darles el cariño, el calor, la dignidad que muchos no han tenido en la vida, en sus últimos pasos por la tierra, por que son hijos de Dios y por ello tan dignos como el que más, y en todos ellos ven las hermanas reflejado al Señor.

Como decía un enfermo “he vivido toda mi vida como un perro, y muero como un angel”, y pienso entonces en todos los que he visto durmiendo en la calle, como perros, comiendo entre las basuras, junto a los perros, agonizando en una esquina… que cierto, y que grande labor la de estas hermanas.

Todo sigue, nada se para, y al rato llega la hora de comer. Hay que organizar a todos los que están en el patio para que formen dos filas en el suelo y se sienten, unos frente a otros. Algunos son capaces de llegar por su propio pie, a otros hay que ayudarles por que apenas andan. Los que quedan en el interior están en peor estado.

Llegan los grandes peroles, siempre arroz con distinta guarnición; un día pescado, otro carne, otro verduras… y una fruta que suele ser plátano. Repartimos los platos bien cargados y la gran mayoría come con ganas. Yo suelo dedicarme a los enfermos del interior, a los que llevamos también su plato. Los más consiguen comer solos, a algunos hay que ayudarles. Llega para repetir todos cuanto quieren.

Después de la comida, toca fregado general. Ayudo a ir recogiendo platos, vasos y demás, y los llevo a la zona de lavado donde un grupo de voluntarios ya está dedicado a ello.

Tras la comida toca siesta, así que mientras comienzan a lavar platos, ayudo a algunos enfermos a llegar a sus camas, algunos rechazan las camas y se acuestan directamente sobre el suelo de cemento. Supongo que ese ha sido su lecho a lo largo de su vida, pero sorprende verlos tirados al pie de su cama vacía. Acompaño a alguno al baño, doy un último vistazo a la “habitación de los perdidos”, y la tranquilidad va poco a poco invadiendo el patio, las habitaciones y todo Pren Dam.

Cruzo la gran habitación de vuelta al patio, y muchos enfermos estiran su brazo para tocarme, juntan sus manos para agradecerte, te sonrien, te regalan lo mejor que tienen, todo lo que tienen…

Voluntarios lavando platos tras la comida
Solo nos queda terminar el fregado y la limpieza de los suelos, así que me uno a mis compañeros para darle un estirón y podernos ir ya a descansar. Se supone que terminamos a las 12, pero siempre nos suele dar las 12:20 o 12:30, momento en el cual, aun si no hemos terminado, los workers con una sonrisa nos invitan a irnos “finish finish”.

Vuelvo al cuarto de voluntarios, donde me doy cuenta casi de un trago de la botella de agua, ya caliente, que llevo en la mochila. Creo que debo beber 5 o 6 litros al día, y sin embargo, apenas voy al baño.

Salimos de Pren Dam, cansados pero contentos; es ésta una medicina que alimenta el alma. 

Y así, vamos en fila, sin grandes charlas, cada uno en lo suyo, camino del cruce del 4th Bridge, donde tomaremos un autorickshaw para dirigirnos a Sudder St., esperando llegar sobre las 13h. Dependiendo del día, subo a mi hotel y me doy una buena ducha, pero a veces, volver lleva más tiempo del esperado y no hay margen más que para comer algo en el Spanish, desconectar un rato, antes de la vuelta a las 14:30 para Kalighat.

Esta noche despues de Kalighat y una buena ducha, si no estoy muy matado, me tomaré una buena Kingfisher (cerveza local), en el patio-jardín del hotel Farlow, con Luis, Cristina y Teresa, como otros días hacemos. 

¡Kingfisher please!
Este hotel que se menciona en el libro de "La Ciudad de la Alegría", es un edificio clásico, de primeros del XIX creo, pintado de verde pera, con un patio de columnas y un pequeño jardín, todo ello tras un muro, oasis en la calle Sudder St. Hablamos de todo, pero le gusta a Luis contarnos cientos de anécdotas de sus viajes por la India; es un hombre con una visión muy particular e interesante de la vida.

Ya me estoy saliendo de la historia. Volvía a Sudder St desde Pren Dam, con el escaso tiempo que me queda para ir después a Kalighat, pero esta es ya otra historia que irá en la siguiente entrada…



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